Nieves Grau: Unos años después.

!Vacaciones! !Vacaciones!, era el grito del treinta y uno de junio. Al día siguiente dejábamos atrás una casa cubierta de color blanco y nos dirigíamos a El Perellonet, donde, a fines de los años sesenta, mis padres haqbían adquirido una segunda vivienda, el "apartamento". Así, en esos tres largos meses, podríamos disfrutar de los baños de sol y mar como prescribia la cultura higiénico-sanitaria de la época.
Allí íbamos mi madre, mis dos hermanos y uno de mis abuelos, Teo, que pasaba el verano con nosotros. Había estado exiliado por motivos políticos y lo recuerdo con la cabeza y el tronco doblados -afectado por una enfermedad de origen articular-, inclinado hacia delante y caminando continuamente, por lo que el viaje en coche le desesperaba. Mi padre venía los fines de semana, pues en julio viajaba a lugares lejanos y en agosto se incorporaba a su trabajo.
El inicio de las vacaciones despertaba emociones nuevas en todos nosotros. Al perder de vista la Escuela de Magisterio, la ciudad desaparecía y nuestros ojos se llenaban con el verde de los arrozales y la pinada de El Saler, y con el azul de La Albufera y, alcanzado ya el campo de golf, del mar. Un mar que nos acompañaba hasta el apartamento, cargados todos con maletas que llevaban lo que considerábamos necesario para una larga estancia. Libros, discos, la radio, los bañadores, el calzado de playa, la ropa y algún utensilio de cocina que en esos tiempos era impensable tener duplicado. En el corto trayecto desde la ciudad, me gustaba imaginar cómo estarían mis amigos y amigas -algunos nos veíamos durante el invierno, pero con otros la cita era anual-, y sobre todo cómo sería la gente nueva que iba a conocer.
El primer día era, sin duda, el más emocionante de todos. La llegada a ese apartamento con olor a humedad, abandonado diez meses antes, entrar en las habitaciones, abrir y cerrar puertas, curiosear en los cajones para encontrar algo del año anterior: cartas, postales recibidas, o que se te había olvidado enviar, alguna hoja del diario, entradas del cine... Todo era bienvenido, pues los recuerdos te removían y agitaban y eso era placentero.
En cuanto vaciábamos las maletas y habíamos ayudado a nuestra madre a ordenar los armarios, a ventilar y refrescar la casa, y a hacer la lista de lo que era necesario comprar, mis hermanos y yo salíamos corriendo escaleras abajo con el fin de pasar revista a los amigos. En ocasiones se adelantaban ellos y entonces la escalera era un maremagno de adolescentes yendo y viniendo con gritos de sorpresa ante las nuevas caras, ya que en esa edad cambiábamos mucho en apenas un año. Me sorprendía de los otros, tanto como ellos y ellas se debían sorprender de mí. Después, tras la excitación de la primera semana, nos relajábamos e iniciábamos el ritual del verano: bajábamos a la playa y nos agrupábamos por edad y sexo, aunque esto último cambió según fuimos cumpliendo años.
Las edificaciones dibujaban el perfil de la playa. en esa época sólo existían bloques de apartamentos de seis alturas como máximo y en primera línea. Recuerdo que en El Perellonet -desde la Gola de Puchol hasta las esclusas de El Perelló- había algo así como diez edificaciones todas ellas sorprendentemente con nombre. Frente Mar, Heliomar, Gola Blanca, las Tres Carabelas, La Rampa, el Hotel Recatí, Yatemar, Las Adelfas, cada una con su singularidad arquitectónica.
Y hay recuerdos o miradas que siempre asociaré a esos años. Los trajes de lino a rayas de colores, los vestidos atados al cuello -más tarde supe que se llaman escote halter-, los albornoces de rizo americano en colores pastel que utilizábamos para bajar a la playa, los bikinis -cuyo tamaño disminuía conforme se hacía una mayor-, las zapatillas de esparto, las sandalias que era como estrenar el aire, o dejar que la brisa te penetrara, los toldos, elemento decorativo o necesario en esos edificios, la arena, las dunas, las avionetas que volaban anunciando sus productos, y lo hacían tan bajo y despacio que creíamos que desaparecerían en el agua... Entre otras imágenes, la del Hotel Recatí, donde se alojaba gente especial y misteriosa para todos nosotros, con el comedor de techo azul y el suelo de damero y esa marina gigante que lo presidía y las habitaciones que apenas intuíamos y jamás logramos ocupar; la canción del verano que te atormentaba durante meses y meses -Un rayo de sol, Quince años, En la arena escribí tu nombre, Los chicos con las chicas...-, mis primeros bailes, los guateques en casas, las discusiones, el inicio de lecturas y aficiones compartidas, las verbenas en las distintas urbanizaciones -lo que exigía hacerse un planning para poder acudir a todas, a la de la Gola Blanca, La Rampa, Tres Carabelas... El paseo por el puente de las esclusas que unía el Perellonet con el Perelló; ahí nos gustaba detenernos, especialmente a mi padre, dando la espalda a la Albufera para ver la llegada de los barcos de pescadores y seguir el vuelo de las gaviotas.
Ahora, mientras escribo estas líneas, me doy cuenta de que hace muchos años que ya no veraneo. Viajo, me quedo en la ciudad y, en ocasiones, paso fines de semana en algún otro lugar.
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Nieves Grau. Texto publicado en el catálogo de la exposición.

Salvador Albiñana: Cuando llegue septiembre

Desde que en 1994 presenté la muestra "Una ciudad" en la que fue Sala de Exposiciones de la Universidad de Valencia, no he dejado de visitar a Marcelo Fuentes y de escribir acerca de su obra. Hace ya tiempo, en alguno de nuestros encuentros, entre los papeles dejados caer por el estudio, se reiteraban unas arquitecturas que no eran urbanas. Pertenecían a la playa de El Perelló, un pequeño pueblo cercano a Valencia, tradicional lugar de veraneo. Esbozos de dunas y casas, fragmentos de solitarios edificios, ventanas repetidas, garabatos y dibujos entre los que menudeaban detalles del Recatí, un hotel cerrado hacía muchos años. Nada queda hoy de aquella pequeña joya inaugurada en 1959, obra de Luis Gay, Giménez Cosin y Martínez Peris, en cuya decoración habían participado Manolo Gil y Milagros Lambert. Abandonado a la incuria del tiempo, el hotel pronto fue objeto de un saqueo que, en ocasiones -valga la paradoja- no tenía otro propósito que el de rescatar elementos ornamentales o del mobiliario del diseño de los años cincuenta.
Aquellos dibujos están en el origen remoto de esta exposición. Los vestigios del Recatí podían convertirse en un lugar de la memoria, a la manera de Pierre Nora, en restos de un icono que nuestra voluntad y el paso del tiempo transforman en patrimonio simbólico de una comunidad. A esa tarea entre la arqueología, el sentimiento y la identidad, Marcelo propuso invitar a Juan Peiró un fotógrafo -y también amigo- quien, justamente, había frecuentado las ruinas del Recatí, como recuerda alguna fotografía publicada en la revista Vía Arquitectura en 1997. No obstante, el trabajo que ahora presentan Fuentes y Peiró ha dejado atrás aquella tentativa inicial.
"Septiembre" no aspira a ser ningún ejercicio contra el olvido y guarda las distancias con cualquier genius loci, al menos en apariencia. La exposición es el resultado de los viajes que Marcelo Fuentes y Juan Peiró han realizado en estos dos últimos años por diversos lugares de la costa mediterránea, entre Castelldefells y La Manga del Mar Menor, aunque estos nombres no tienen demasiada importancia. El carácter repetitivo del escenario y la ausencia de títulos enfatizan la indistinción y el anonimato de estos dibujos y fotografías en los que vemos arquitecturas de playa en el momento en que ésta se vacía y enmudece. Final del verano -de unos veraneos que rememora el escrito de Nieves Grau- que también propicia la sola consideración de estos edificios como simples volúmenes afectados por ciertas luces y sombras.
Marcelo Fuentes y Juan Peiró han viajado juntos pero no está claro que hayan trabajado a la misma hora. Se diría que el fotógrafo, más a menudo, ha elegido el mediodía, buscando una luz cenital que hace más planas y frías las composiciones y donde los grises resultan del engaño inteligente, en tanto el pintor muestra su predilección por el declinar del día, lo que concede a muchas de sus obras un carácter más recogido y una mayor calidez, en particular cuando el lápiz es también de color. Pero hay aquí algo más que una cuestión de tonos. Estos fragmentos de arquitectura nos invitan a que nos preguntemos hasta donde resulta certera la sugerencia de Henri Cartier-Bresson de que la fotografía es una acción inmediata y el dibujo una meditación.
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Salvador Albiñana. Texto publicado en el catálogo de la exposición.